UNA LECCIÓN EJEMPLAR Qué viaje más desagradable, vomité un montón de veces. Claro, no tenía costumbre, era mi primer viaje. Y si no llego a andar listo, habría sido también el último. Llegamos ya de noche, recuerdo la luna llena, toda redonda. Fui alojado en una dependencia que no catalogaré de poco cómoda, pero, no sé, digamos que muy diferente a la cotidiana. Para empezar, demasiado pequeña. Un sentimiento semejante a la tristeza no me dejaba dormir. Como siempre que venían mal dadas, me acordé de mi padre. Me acordé, en particular, de ese juego que tantas veces me había servido para espantar las turbias y variopintas -aunque improbables- acechanzas de la oscuridad: APiensa en cosas hermosas, hijo. No tienes nada que temer. Piensa en cosas hermosas y verás cómo enseguida te duermes. Saboreé la tierna resonancia de aquellas palabras antiguas y traté de seguir el consejo. Pensaba en las cosas hermosas que mejor conocía: el brillo de la hierba, el olor de la tierra después de una lluvia, la música del arroyo y los pájaros y las hojas de los árboles. Pero nada. Probé también con el agua, me gustaba mucho recordar su manera de dibujarme, más curvilíneo cuanto más soplara el viento. Pero no había manera. Ese juego que tantas veces sedujo a mi fantasía hasta encauzarla en el paraíso del sueño ahora fracasaba, pues con las remembranzas me entraban ganas de sentir lo evocado, vivirlo de verdad, y los cinco sentidos partían en estériles expediciones de las que regresaban cabizbajos, con el desventurado saldo de una derrota unánime. Aunque no me habían informado expresamente, conocía más o menos el programa esbozado por mis anfitriones. Y no me agradaba. Temía que me reprochasen ingratitud, mala crianza, poca casta, pero de ningún modo me encontraba animado a desempeñar el papel que esperaban de mí en tan necia ceremonia. Tenía enfrente una seria disyuntiva. Precisaba reflexionar, conciliar mis errabundos sentires, remediar el liviano equilibrio de la duda. Yo había escuchado decir, no recuerdo a quién, que en la vida nos espera una decisión más importante que las demás; una, a menudo irrevocable, que condiciona el resto de la existencia. Tal vez estaba visitándome esa hora crucial que rasgaría mi biografía en un antes y un después. De modo que, por si acaso, repasé lo que hasta entonces era mi antes. Por motivos vinculados a la fiesta que se preparaba, jamás me vi en la necesidad de trabajar: de ahí mi temor a resultar ingrato. Nunca toleré, por otra parte, ese escandaloso sofisma que atribuye al trabajo la cualidad de dignificar. He conocido hombres dignos y hombres indignos, mujeres dignas e indignas, incluso vacas dignas e indignas; y me siento en la obligación de comunicar, a quien se atreva a escucharlo, que la dignidad y el trabajo resultan a veces enteramente incompatibles. Pero volvamos a lo nuestro. Mi antes había consistido, dicho de forma abreviada, en disfrutar todo lo bueno que se me ofrecía. Que era mucho. Siempre viví en el campo, libre de los sombríos ruidos, de la prisa triste, de los fúnebres olores de la civilización; siempre acompañado, allí estaban los pájaros y la hierba, los árboles y el arroyo, el sol y la luna, los amigos, las hembras... la paz. Rendido a la contundencia de un código deontológico recién inventado por y para mí, razoné que semejante pasado no me permitía participar en los grotescos planes de mis anfitriones: ensuciaría la sosegada senda de mi existencia, traicionaría a mi entorno impagable. Y a mí mismo. La profunda -y algo vanidosa- satisfacción que sentí tras haber reflexionado así me envalentonó. Ya no bastaba con eludir mi participación; merecían una lección ejemplar. Les hice creer que todo marchaba según sus previsiones, procuré mostrarme natural para no perturbar el reposo de la sospecha. Recuerdo que llegado el momento, mientras escuchaba condescendientemente esa precaria música que servía de aliño a la fiesta, me solazaba por dentro vislumbrando mi ya cercano sarcasmo. Salí despacio, con premeditada y alevosa desgana, con nocturnidad no porque sólo eran las cinco de la tarde, las cinco en punto de la tarde. Balanceando el culo en ademán poco viril, alcancé el exacto centro del escenario y observé con altivez los cientos de ojos expectantes. Me agaché y brindé a los asistentes dos memorables obsequios: un autógrafo, vía rectal, con los escombros de mi última comida y -salvando las dificultades anatómicas- algo muy semejante a eso que ellos llaman corte de mangas. Me incorporé con majestuoso desdén y volví tranquilamente por donde había venido, sin atender a la mueca alelada, incrédula, del aspirante a héroe, quien a duras penas sostenía aún su patético capote rojo y gualda. Jamás hubo un silencio tan tenso en una plaza de toros; jamás, aunque esté feo que lo diga yo, un toro tan digno. Alfonso Vella roble1@interbook.net